Los lugares (imposibles) de la lírica.

O como hablar de la obra de Luz Ángela Lizarazo

Hay en las últimas obras de Luz Angela Lizarazo, una articulación de nidos, de ramas inconclusas,  de luces como minúsculas estrellas y de flores como hojas y de hojas como ojos que exige delicadamente a sus   espectadores  la renuncia o por lo menos el suspenso de su habitual prosaísmo y una entrega así sea, fugaz,  pasajera  al lirismo. Sí,  al lirismo, a  la lírica, a  la lira en suma y desde luego a las músicas abisales que en ella suelen tañirse,  y que  a pesar  de su encantadora fragilidad melódica, o precisamente a causa de ella,  convocan a la superficie del mundo con una fuerza tranquila e  incontestable  al mito de Orfeo y su  descenso a las entrañas de la Tierra y su mundo de sombras y de muertos y  de amores truncados por una separación trágica por  irremediable. Porque que duda cabe que es esa capacidad de convocatoria la clave secreta del lirismo, que la misma que supieron advertir tan bien y tan oportunamente  los poetas romanticos alemanes, con Hölderlin a la cabeza, y los pintores prerrafaelistas ingleses, con Rosseti a la cabeza , y  sus cuadros de Ofelias y de ninfas que se desmayan hasta su ahogamiento a las aguas del Leteo. Cierto, esa música, esa lírica nos parece hoy más que nunca inaudible, inaudita, imposible de abrirse con su propio despliegue un lugar en un mundo atronado por los terribles tambores del rock y saturado hasta la desesperación por la incesante cacofonía mediática.

Carlos Jiménez